Diálogos entre contrarios los hubo a lo largo de toda la historia. Los que quedaban vivos después de prolongados conflictos debían sentarse en una mesa y resolver cómo seguiría la vida. Los relatos del “cómo quedo yo ahí” son innumerables. Es inevitable y el muro donde se estrellan todas las intransigencias. Nadie descubre el agua tibia por proclamar que hace falta diálogo. En una mesa de conversaciones terminan todos los enfrentamientos. Si no, pregunten a la guerrilla salvadoreña, por ejemplo, cuyos conspicuos representantes hoy se lamentan de no haberse acordado antes con los jefes de la derecha política. Habrían evitado muchas muertes. Hoy, algunos de ellos se mueven en organizaciones internacionales que velan porque la paz sea posible y duradera.
Los pactos y negociaciones contaron, durante la I Guerra Mundial, con cerebros como Lloyd George, Orlando, Clemenceau y Wilson, a quienes llamaban “los Cuatro Grandes”. La II Guerra Mundial vio brillar, en la constelación del liderazgo, a estadistas como Churchill, De Gaulle, Roosevelt. Hoy, ciertamente, el mundo parece huérfano. Inmerso en intrincadas conflagraciones, a merced del terrorismo y muy desprovisto de talento político y de rasgos de valor entre los hombres públicos. Hay una altura ética y espiritual que no alcanzan. Venezuela no es la excepción. A veces uno tiene la sensación de estar en un carretón que se despeña sin que nadie lleve la rienda. Es un vértigo instalado en el día a día.
Frecuentemente nos consolamos con el estribillo: “Esto es lo que hay”.
No obstante, diera la impresión de que la idea de terminar el desaguisado de 17 años llegando a ciertos entendimientos no es ajena a las cabezas mejor amobladas de este elenco dirigencial. Más vale que así sea, pues la otra cara de la moneda no conviene a nadie.
El tema es que este pueblo sufre mucho. Es un sufrimiento intenso, profundo, televisado. Nadie tiene derecho a prolongar ese sufrimiento. Si el gobierno dice diálogo y la oposición revocatorio, en esas podemos estar eternamente y no a todo el mundo parece molestarle un serrucho trancado, lo cual es la verdadera táctica dilatoria. No todo el oficialismo quiere al gobierno ni toda la oposición quiere revocatorio. El detalle es que los primeros chapotean en su charco, pero los segundos estarían dejando de lado la voluntad expresamente manifestada de millones de venezolanos.
Y así como la justicia que es cara y lenta no es justicia, revocatorio tarde y gradual no es revocatorio. No puede ser un proceso flemático y pánfilo. Hay que hacer algo más que negarse al diálogo.
Pero el problema no es el diálogo sino quiénes, para qué y en qué condiciones se plantea esa opción. Si el diálogo es de sordos ya no es diálogo. Si el diálogo es una maniobra dilatoria, será el juego-suma-cero. Si los facilitadores no lo son en virtud de la confianza que inspiran sino porque se encuentran enrolados en la estrategia de una de las partes, las costuras saltarán. Y más importante aún son las manifestaciones de voluntad previas al diálogo que allanan el camino hacia la mesa. En el caso de Venezuela, es impensable sentarse a ella si no hay señales concretas de acatamiento a la Constitución y respeto a la decisión de la gente.
Como decía monseñor Ovidio Pérez Morales en un extraordinario escrito reciente, “un diálogo de Hitler con los judíos hubiese requerido echar abajo previamente las Leyes de Nuremberg”. No ocurrió y terminaron en el famoso Tribunal. El diálogo lo hubo, pero entre los aliados repartiéndose Alemania.